jueves, abril 26, 2007

Morir...


En las últimas semanas han muerto en torno a mí varios amigos y conocidos, algunos de mi edad, otros menos viejos, otros mucho más jóvenes. Es como si un mal viento soplara en estos rincones de la existencia. Con algunos he podido dialogar (bendito Internet) durante su proceso terminal. Con otros hemos hablado. De otros me han contado. En todos encontré la serenidad, el valor y, a la vez, la sorpresa de que de repente esto se acaba.


Una sensación que yo también experimenté cuando sentí muy de cerca el negro aleteo. Y es que a pesar de que la muerte es nuestra única certidumbre, nuestra cultura se basa en un esfuerzo constante para exiliarla de la vida. La vivimos siempre como la muerte del otro. O la banalizamos en las películas y en las imágenes de actualidad donde la acumulación de muerte, de sangre y de horror cotidianos nos instala en la indiferencia del espectador.


No siempre ha sido así en la experiencia humana. De hecho, a lo largo de la historia, la muerte ha constituido un tema central de las culturas, el misterio y la certeza a partir de los cuales se han organizado las formas de ser y de pensar, empezando por la religión, pasarela de transición entre la vida y la muerte. Pero en una cultura de consumo y gratificación inmediata, en una economía de competitividad y de ser más que el otro, en una política de ganar como sea y de afirmar nuestro poder sobre los demás, la muerte no tiene lugar porque es la relativización definitiva de los logros quiméricos que saturan las horas de cada día. De prisa, de prisa, porque hay que acumular lo más posible mientras podamos.


Por eso vivo sin vivir en mí, porque para tener más no me puedo parar a sentir la vida. Y porque al cabo de un tiempo de ser así, esa pausa autorreflexiva puede revelar vacíos insoportables, el vértigo del no ser. Más aún: si algo define nuestra sociedad es el individualismo, la acumulación de activos y la minimización de pasivos dentro de las fronteras biológicas de cada persona. Todo pasa por mí, por lo que quiero, por lo que me satisface. Incluso mis afectos son expresión de mí, objeto de mi deseo o de mi necesidad de poder. Y como el individuo es único, irreproducible, la destrucción de ese individuo, sobre todo si soy yo, acaba con todo. No hay nada más, porque mis proyectos, mi familia, mis amistades, todo me importa porque son míos, porque es mi prolongación en otras vidas y actividades.


Y si mis sensores ya no sienten, el principio fundamental de acumulación individual como sentido de lo que hago tiene una fecha de caducidad más allá de la cual todo lo que yo he hecho y sufrido pierde todo valor. Del ser al no ser: ésta es la cuestión.


La inmortalidad del espíritu mediante la obra (escribir un libro), la sucesión de generaciones (tener un hijo), la conservación del planeta (plantar un árbol), o sea, las tradicionales recetas populares para perpetuarse más allá de nuestra existencia como individuos pierden sentido en esa carrera contra el tiempo para seguir viviendo. La paradoja de nuestro tiempo: cuando tenemos la esperanza de vida más alta de la historia (80 años, aunque los promedios no cuentan para usted o para mí) es cuando nos sentimos más vulnerables, tanto que no podemos mirar de frente a los glaucos ojos de lo que nos espera.


Y esta incapacidad de nuestra cultura de integrar la vivencia de la muerte en nuestras vidas conduce al aislamiento de los moribundos, a la hospitalización del fin en las unidades especializadas, al abandono social de algo tan ancestralmente necesario como el luto. Y en último término al profundo lamento que brota de todas las mentes cuando sienten lo inevitable: si lo hubiera sabido...


Tantas cosas que nos dejamos por hacer. Tantos tremendos disgustos por asuntos que nos parecen ahora (y son en realidad) nimiedades. Tanto correr para llegar antes a la parálisis. La sorpresa, la terrible sorpresa. Ya no hay argumentos ni vuelta de hoja. Tan sólo que no duela. Lo cual generalmente se puede obtener (no siempre) aunque a cambio de anticipar la pérdida de conciencia. Por lo menos, eso sí, la muerte digna.


Pero ¿qué es la muerte digna? Oigan lo que escribió hace tiempo el cirujano y gran historiador de la medicina de la Universidad de Yale, Sherwin Nuland, en su obra “Cómo morimos”: “La creencia en la probabilidad de la muerte digna es nuestro intento y el intento de la sociedad de afrontar la realidad de lo que muy frecuentemente es una serie de acontecimientos destructivos que por su propia naturaleza implican la desintegración de la humanidad del moribundo. Muy pocas veces he visto dignidad en el proceso de nuestra muerte. La búsqueda de la dignidad falla cuando los cuerpos fallan... En realidad, la mayor dignidad que encontramos en la muerte es la dignidad de la vida que la precedió”.


La dignidad de la vida que la precedió. Y también la alegría y el sentido de la vida que la precedió. O sea ahora, para usted y para mí. ¿Sabe qué? Dejo de escribir, deje de leer, salimos al mundo y vivimos. Vivimos, sin más. Como si fuera el último minuto, el último beso, la última mirada y la última caricia del viento primaveral en las ramas del árbol frente a su ventana.

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